En Ese Lado del Jardín

El viejo prefería sentarse en ese lado del jardín, donde el sol no caía con su rabia fotosintética de astral proveedor sino que se transformaba en pequeños pedazos regados por el piso. Ese caleidoscopio de colores tenues que traía consigo el crepúsculo y que adornaba el suelo colándose por cada hendija que se formaba entre las hojas de los árboles.

Siempre que podía robarse un ratito de su rutina diaria aterrizaba raudo en este pequeño espacio, pero, de todos los días, los domingos era su tiempo preferido.
Para él, ese día era más que el último día de la semana cristiana o el primero de la judía. Más que el Dies Dominicus y que el Dies Solis. Mucho más que el día de descanso.
Para él los domingos significaban el cafecito recién cola’o a las tres en punto de la tarde. El melódico vaivén de las hojas de los árboles que cantaban acariciadas por la brisa. El opaco ladrido de los perros que, a lo lejos, conformaba una tímida serenata animal. Las risas que se enredaban entre los diferentes y, a veces, incomprensibles, juegos de los niños en la calle. El vago susurro del televisorcito a color de trece pulgadas donde la nena veía su programa favorito. El olor a arepitas recién horneadas que emanaba de la cocina donde la vieja preparaba lo que próximamente seria su cena. Ese azul e inmenso cielo que le servía de resguardo universal para todos sus ancianos sueños y viejas esperanzas.

Era esta aleación de piezas abstractas en su rompecabezas existencial la que le sentaba mucho mejor en ese lado del jardín. Ese pequeño vergel urbano que crecía, remozado, frente a la casa, adornando la fachada de este, su hogar.
El hogar pequeño, incomodo e inconcluso pero lleno de recuerdos. Memorias que crecen alrededor como frondosos arbustos llenos de lágrimas y risas, gritos y susurros, victorias y derrotas.
Esta mínima pieza de concreto armado que ha visto hacerse hombres a sus hijos y le ha servido de guarida contra las inclemencias de la mismísima existencia.
Y frente a ella, como centinela vegetal, la reclusa cúpula verde, observatorio del mundo que le rodeaba.

Su silla preferida, trono inexorable para semejante descanso dominical, era una vieja sentadera de mimbre, de esas que ya no se hacen. De fondo blanco, adornada con listones azules, verdes y amarillos. Abatida por el tiempo y su infalible crueldad.
-El tiempo no perdona-, pensaba.
Era casi tan vieja como él. Quizás por eso la sentía tan suya.

Miraba a su alrededor y se daba cuenta que las cosas ya no eran las mismas. Todo iba cambiando poco a poco. La ciudad se lo estaba engullendo todo. Dejando a su paso pedazos de concreto decrépito, hierros retorcidos y brea chamuscada.
Ya no quedaban espacios vegetales donde nos acercáramos más a nosotros mismos. Donde pudiéramos olvidar todo mal, sucumbiendo bajo el sutil embrujo del canto de algún intrépido pajarito que se adueñara de las ramas de esos grandes y frondosos seres arbóreos ausentes.

Los viejos de la cuadra ya no estaban. Esos antiguos gladiadores criollos, amigos de toda una vida, habían desaparecido ya casi por completo.
Don Vicente, el dueño del colmado, con su interminable cigarro condecorado con saliva que colgaba indolente entre sus labios. Doña Marina y Don Ignacio, los viejos vecinos de al lado. Hijos de Cienfuegos, de Nuestra Señora de los Ángeles de Jagua y de la inmensa planicie marítima que se disfraza de bahía en aquella antilla oriental. Mamá Carmen, la negra risueña, sólida como una ceiba. Con los siglos de sufrimiento marcados en su frente. Dónde todos los niños del barrio alguna vez comimos o dormimos. Grannie, la mística y audaz vieja gringa que vivía en el piso de arriba. Trotadora de historias que, aunque llevaba casi medio siglo en la Isla, todavía chamuscaba el español entre su dentadura postiza.
El viejo se sentía parte de cierta especie en extinción.

La primera vez que conoció la Isla fue por mera casualidad, como muchos otros inmigrantes. En ese mismo instante que la pisó supo que moriría aquí. Me lo confesó una vez.
La exuberante belleza de este pedacito de tierra en el mar era abrumadora.Se enamoró locamente de sus playas, de su gente, de sus montes, sus llanos, su constante lluvia tropical, su rocío del alba, su brisa cálida en el verano y fresca en el invierno.
Se enamoro de sus flores, sus grandes extensiones de verdor. Aquí no extrañaba tanto a su país pues cada esquina, cada forma, cada textura, cada color le recordaba constantemente de donde venía.
De todas esas perlas que flotan en los archipiélagos caribeños era esta la más hermosa.

Ahora, después de tantos años, sentado en su silla de mimbre, veía como pasaban los años. Como a su querida vieja se le arrugaba el ceño y como la vida se hacía cada vez más dura para un par de viejos como ellos. Aún quedaba mucho por hacer y este pequeño espacio era el sitio preciso para bordar el manto de planes para el futuro: la muerte.


Fue una de esas tardes que Mauricio apareció en la rueda de la bicicleta que dormía recostada a un lado del murito de cemento. Aquel que apenas tenía vestigios descascarados de su original color verdoso claro.
El inservible artefacto ya casi inutilizado por la corrosión servía de guarida para ese pequeño ser viviente. Saurópsido vertebrado sobreviviente del holocausto evolutivo Darwiniano, que de la nada había aparecido como ánima del más allá, curioseando ante la presencia de este otro ser que siempre estaba sentado ahí, invadiendo su dominio natural.

Tras su repentina aparición, el animalito fue bautizado por el viejo como Mauricio, en honor a uno de sus sobrinos favoritos. Le recordaba el semblante espigado, escuálido y anémico del chico a quien no veía hacia años.
- Ya debe estar hecho un hombre.-, pensaba en silencio, recordando todos esos momentos que habían quedado atrás en la tierra del sol amada.
Quizás era el mecanismo para sentirse más cerca de su familia, allá en un país no muy lejano en distancia pero retenido en su memoria y prisionero de su recuerdo.

Mauricio comenzó a frecuentar la rueda de la bicicleta todos los domingos, como esperando algún gesto de cordialidad de parte de este viejo que osaba adentrarse en el reino animal que él dominaba. Entendiendo el sutil mensaje, el viejo le traía pedacitos de pan que, a falta de algún suculento insecto, servían de exquisito aperitivo para Mauricio.
La amistad parecía crecer con el pasar de los días y hasta se escuchaba al viejo en un ininterrumpido coloquio con su recién adquirido amigo.
- ¿Cuánto tiempo llevarás viviendo aquí? Nunca te había visto. -
El animalito permanecía estático, con esa mirada atónita tan distintiva de los de su especie.
Sus ojos, paranoicos, auscultaban al hombre como tratando de comprender a su interlocutor.El viejo prefería pensar que lo escuchaba atentamente, que comprendía su ansiedad, como lo haría cualquiera de esos veteranos del barrio que ya no estaban. Sus viejos amigos.

El animalito parecía comprender a cabalidad su función de atente confidente a sus sueños y pesares aunque sus idiomas no fueran los mismos.
A veces, el viejo llegaba con un halo de retraso y ahí estaba Mauricio, atónito, con la mirada fría y cortante, como inquiriéndolo por la tardanza. Entonces, el viejo, sonriendo, le replicaba:
-Si, si, ya se. Llegue un poco tarde. Perdóname-, excusándose con cualquier inútil pretexto.
Mauricio hacia un brusco movimiento con su cuerpo, como aceptando las disculpas y comenzaban su intensa faena.

La enfermedad se apoderó del viejo como un relámpago. Fue muy larga y penosa. Neurodegenerativa, decían los doctores.
La había tratado de ocultar hasta que los temblores se volvieron incontrolables y todos lo notaron. Sentía vergüenza.
Esa maldita condición lo había convertido casi en un ser vegetal. Ya no podía levantarse de su cama y mucho menos darse la escapadita usual los domingos a su lado preferido en el jardín.

Los temblores en su cuerpo lo habían convertido en un extraño. Alguien que ni él mismo reconocía. No era ni la sombra del hombre que fue. Aquel aventurero incansable que se sentía ciudadano del mundo entero. Corredor de sueños en tiempos fundamentales de la historia universal.
Pensaba en Mauricio.

Murió, precisamente, un domingo a las tres de la tarde. Afuera del cuarto del hospital, a través de la gran ventana de vidrio, quedaba el cafecito recién cola ‘o, el melódico vaivén de las hojas, el opaco ladrido de los perros, las risas de los niños en la calle, el vago susurro del televisorcito a color, el olor a arepitas recién horneadas, el azul e inmenso cielo.
Las enfermeras dijeron que había muerto mientras dormía. Que no había sentido nada.
-Murió como un pajarito.-
Su gesto de tristeza permanecía estampado en la expresión de ese cuerpo sin vida que yacía en el cuarto once cero uno del hospital. Al fin descansaba de su larga y tortuosa enfermedad.

Bajo al jardín y veo a Mauricio en la rueda de la bicicleta. Como si estuviera esperando la llegada del viejo con sus pedacitos de pan. Trato de hacerle entender que ya no vendrá pero él se queda inmóvil, con esa mirada tan característica de los de su especie.
Traigo pedacitos de pan como tratando de darle conclusión a su asunto tan personal pero no se mueve. Permanece estático.
Miro hacia la silla de mimbre y casi veo la sombra del viejo, de mi viejo, sentado en ese lado del jardín hablando con su inseparable amigo reptil.

1 comentario:

ENDER AGUSTIN dijo...

Gracias hermano por recrear momentos del viejo: un soñador, hombre de mundo y mi héroe desde pequeño: debes bailar porque Agustín lo hace; Agustín no bebe;limpia tus zapatos como tu papa...y muchas cosas más, me lo decían en la infancia: pero lo que más recuerdo es su eufonía, dulce y suave como de intelectual que todo lo ve: su voz queda y perdida a lo lejos...