Yo no morí aquel martes. Fue toda una farsa.
Yo no me desplomé con cuatro balazos en mi cuerpo ni me desangré pidiéndole a esos perpetradores que me dispararan en la frente para no sufrir más.
Ese lunes yo viví, sobreviví.
Nadie nunca me arrebató el suspiro de vida mientras caminaba en el tope de aquella montaña boscosa del centro. Yo nunca lloré ni me arrodillé. Tampoco pedí clemencia ni experimenté el terrible miedo de los que están a punto de morir asesinados.
Yo no me amedrenté, no me estremecí ni pudieron callar mis palabras. Mi voz sigue retumbando en cada esquina del bosque. Yo no morí.
Mi sangre no salpicó esa eminencia rocosa de mil doscientos cuarenta y cinco pies de altura, ni mis gritos de desesperación y miedo se colaron por entre el sedimento comprimido de esa verde cordillera.
Ese día soleado yo no perdí la vida.
Simplemente dejé que todos pensaran que así fue.
Mi cuerpo no yace enterrado en ningún lote de tierra fría ni fue cremado hasta las cenizas.
Sigo aquí.
Entre ustedes.
Yo nunca morí.
Ese lunes veinticinco de julio mi corazón sobrevivió y desde entonces sigue latiendo en los latidos de todos ustedes.
Una vez comenzaron a disparar, mi cuerpo se elevó como un múcaro hacia el cielo y se perdió en el inmenso azul de ese caluroso día de verano.
Nadie me vio escapar, pensaron me habían atrapado mientras vomitaban sus terribles palabras de intolerancia y aniquilación.
Pero yo los engañé. Me creyeron muerto pero no fue así.
Sigo aquí.
Yo no morí. Yo no morí…
Balbuceando estas palabras, el fantasma de Carlos Enrique flotó por entre la maleza del cerro hasta que desapareció en la vegetación.
Era algo habitual cada noche del veinticinco de julio.
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