El Salto



¡Como esperaba con ansiedad esos domingos en que Papá me llevaba de paseo a esa centenaria ciudad amurallada esculpida en roca hace siglos por batallones de conquistadores del viejo mundo: San Juan! 

Cada semana se me hacía interminable en la espera de ese día maravilloso cuando el viejo me llevaba a comer piraguas, ver las vitrinas de González Padín, corretear las palomas en la plaza, volar chiringas en el Morro y dar la compulsoria trillita de ida y vuelta a Cataño, del otro lado de la bahía, en la vieja y corroída lancha pública.Llegábamos después de almuerzo, como siempre decidía el viejo para cualquier plan de actividad. Como si el día se dividiera en dos, como la era moderna y la antigua que se media con el nacimiento de Cristo. Para nosotros era antes y después de almuerzo. Como si el almuerzo y la subsiguiente hora y pico de digestión fueran un momento sagrado en la vida de un hombre.Quizás sí lo era.Todo se planificaba después de almuerzo. Cualquier cita, cualquier gestión, cualquier paseo: después de almuerzo. 

 Debo confesar que de todo lo que hacíamos el viejo y yo en esos pasadías dominicales, la hora de tomar la lancha de Cataño era mi momento favorito. Todo lo demás; la plaza, el Morro, el San Cristóbal, el Parque de las Palomas, parecía ser un preámbulo para esos escasos quince minutos que duraba salir de la orilla del viejo San Juan, llegar al otro lado, volver a abordar y regresar de nuevo al punto de partida. Para mí, ver el mar que se colaba en la bahía golpeando con cadencia caribeña el filo de la proa de la embarcación, el viento sobre mi cara que apenas me dejaba mantener los ojos abiertos, los pájaros marinos planeando detrás de la nave en busca de algún bocado extraviado, significaban una exaltación que llenaba mi corazón de alegría. 

Algo indescriptible. 

Me sentía dueño del mundo en ese instante. Nada ni nadie podía hacerme daño porque yo estaba ahí, conquistando ese mar, junto a mi querido viejo. Tratábamos de estar en la línea de entrada para comprar los boletos lo más temprano posible antes de la próxima hora de salida, de esa manera nos asegurábamos de agarrar asientos en la parte superior de la lancha que estaba al aire libre.

Diez centavos por cada uno. 

Papá pagaba a la vieja señora encargada de la boletería, nos daban una pequeña taquilla de entrada y entonces nos apresurábamos a los portones. Recuerdo que miraba desde el borde del muelle y veía el agua turbia, verdosa, aceitosa, con fragmentos de algas flotando como sobrevivientes de un largo y marítimo viaje. Se mezclaban inescrupulosamente con pedazos de plantas marinas, papeles, desperdicios, peces muertos y todo lo que la corriente podía traer consigo. 

Entonces, cuando el encargado daba la señal, Papá me tomaba de un brazo y, dando un salto, brincábamos a la lancha por la gran apertura metálica que tenía a su costado: una puerta. Era un evento bastante complicado. Un mal paso podía significar caernos en esas pútridas aguas llenas de sabe dios qué bestias submarinas que aguardaban glotonas por cualquier incauto accidentado para hacerlo su almuerzo. Mi viejo ya era un experto en ese menester y mostraba su destreza todos los domingos. 

Confiaba en él plenamente. 

¿Cómo no hacerlo si él era el hombre más fuerte, más valiente, más grande y más inteligente del mundo? Mi Papá. En realidad le temía un poco a ese momento pero, dentro de mí, me encapriché con la idea de demostrarle a mi padre que era capaz de dar ese salto por mí mismo porque ya era todo un hombrecito. Pasé semanas pensando cómo hacerlo. Dándole vueltas en la cabeza. Analizando en mi mente cada paso, cada movimiento. Preparándome para ese gran escalón que determinaría un punto culminante en mi vida.Siempre se lo decía. 

Le pedía que el próximo domingo me permitiera dar el salto a mí solo, sin su ayuda.El viejo me miraba de reojo, con cierta mezcla de duda e incredulidad y me decía: -Ya veremos- Yo estaba ávido de demostrarle que era digno de ser su hijo. De hacerle ver que su destreza y coraje para dar ese peligrosísimo salto fueron heredados por mí, su hijo querido.

 -Cuando llegue el momento hablaremos- 

Replicaba firmemente ante mi insistencia infantil. Llegado ese domingo pasé gran parte de la tarde preparándome mentalmente para el reto del salto. Me imaginaba qué movimientos tenía que dar y con qué precisión tenía que hacerlos para lograr el salto sin caer en el agua y ser devorado en las fauces de los monstruos marinos que habitaban las profundidades de la bahía. Estaba preparado, lo sabía. 

Hoy era el momento de demostrarle mi grandeza al viejo. 

Me vería con orgullo mientras una lágrima le saldría de sus ojos y me diría con la voz entrecortada: -Lo lograste hijo mío, eres el mejor.- Veía esa imagen en mi cabeza y me daba aún más fuerzas para lograr mi cometido. Ya jamás seria un bebé, ahora sería todo un hombre capaz de dar ese terrible salto por mí solo, sin la ayuda de nadie. En la fila, me preparaba silenciosamente esperando nuestro turno. 

Aguantaba el boleto en mis manos con fuerza. Me sudaban. Entonces llegó el momento. Me paré en la orilla del muelle, frente a la lancha. Miré hacia el agua y pude ver las terribles serpientes marinas, tiburones hambrientos y cocodrilos asesinos auscultándome detenidamente, esperando que diera ese paso en falso para poder hacerme su cena. 

 Cuando llegó el momento de la verdad quedé petrificado. No podía moverme ni tampoco despegar mí vista de esas turbias aguas aceitosas que se abrían ante mí como mandíbulas gigantes convidándome a la perdición.De pronto escuché la voz de Papá que con cierta impaciencia me decía: 

-Ven, vamos que la gente está esperando- 

Me tomó por el brazo y de un jalón me metió en la mole de metal; la lancha. Desde mi asiento, con la vista hacia abajo, mirando la marea espumosa que se formaba con cada vaivén, veía como esos animales marinos, astutos engañadores, se reían de mí. 

¡Me habían timado! ¡Como pude sucumbir ante el miedo! ¿Cómo? 

La vergüenza me embargaba mientras estaba parado, al lado de Papá, viendo cómo las aguas se abrazaban entre sí bailando una danza de armonía alrededor de la lancha. Me sentía indigno de ser su retoño. Su primogénito.Papá no demostró nada, ni siquiera se inmutó ante tal tragedia. De seguro estaba ocultando su gran tristeza por mi imperdonable fracaso. Sabía que detrás de esa aparente calma yacía un hombre abrumado y desilusionado por la falta de entereza de su único hijo. 

-No te preocupes. ¡Oh Padre amado! Yo enmendare mi error.-, pensaba dentro de mí. 

Tendría que resolver esa situación cuanto antes. La vergüenza y la cobardía eran algo inconcebible para mí frente a esta figura heroica que era mi viejo.Debía construir un nuevo plan. Uno efectivo y esta vez no me dejaría timar por las mentiras de esos monstruos marinos que se regocijaban con mi desdicha. ¡Nos veremos de nuevo, bestias de las abismales profundidades! Ese domingo me levante tempranísimo. 

Estuve toda la mañana encerrado en mi habitación meditando sobre el asunto. Casi ni toqué el suculento desayuno que Mamá hacía religiosamente todos los domingos. No había tiempo para esas tonterías. Hoy sería el día definitivo de mi venganza. Sería como el ave fénix que resurgía de las cenizas y retomaría el amor de mi padre que permanecía sumido en esa gran oscuridad de vergüenza y dolor. O por lo menos así lo veía desde mi pequeña estatura. Llegamos, como siempre, a tiempo para tener buenos asientos. En la línea de entrada volvía a agarrar mi boleto fuertemente mientras que, frente a mis ojos, veía pasar todo el suceso nuevamente. 

Me repetía a mi mismo: -¡Lo vas a lograr!, ¡Lo vas a lograr!- Esta vez no me dejaría intimidar por nada ni por nadie.Veía la inmensa lancha llegar lentamente y atracar en el muelle con sus grandes cauchos amarrados a sus costados para amortiguar los golpes contra el concreto. La marea estaba un poco embravecida. Podía ver los miles de ojos que salían a la superficie desde el verdor espumoso del agua. 

Esperaban por mí, por mi fracaso, pero no les daría ese gusto. Llegamos al borde del muelle, parados frente a la gran puerta de metal, esperando que se abriera y el encargado diera la señal de entrada.Mi corazón palpitaba rápidamente. Mis manos sudaban. Mi piel de gallina.Miré al agua y vi a las bestias marinas nuevamente convidándome a la perdición. Cambie la vista para no verlos. Debía mantener mi cordura a toda costa. Mis ojos se concentraban directamente en mi blanco y en mi misión.

De repente el hombre abrió su boca y grito: -¡Todos a bordo!- Entonces supe que era el momento de actuar. Era mi única oportunidad de reivindicar mi terrible fracaso.Sabía que una vez lograra dar el salto mi padre me cargaría en sus fuertes brazos y me abrazaría. Me diría con un orgullo que no le cabria en el corazón: 

-¡Tú eres mi hijo! ¡Tú eres mi hijo! - Y yo respondería con voz de héroe: -¡Sí Padre, lo soy, lo soy!- Deseaba eso más que nada en el mundo. Arrullaba esa escena constantemente en mi imaginación. Entonces, con un repentino movimiento de mis piernas tomé impulso y salté fuertemente a la lancha mientras Papá brincaba junto a mí.El viento en mi cara, la tensión del momento.Yo volando como el ave fénix, por encima de mi desventura y haciéndome un Ares de la antigua Grecia, o tal vez un Apolo.Era como un dúo invencible. Estos dos titanes venciendo las adversidades de un mar oscuro y lúgubre, habitado por criaturas malignas que deseaban destruirnos de un bocado. Como sacado de la mitología helénica. Podía escuchar las fanfarrias, los gritos, el confeti cayendo desde el cielo. Trompetas anunciando la llegada del hijo pródigo, Yo, que vencía la adversidad.

Una vez mis pies recuperaron su soporte dentro del navío, mire a mi Papá y sonreí esperando que toda la algarabía comenzara para celebrar este triunfo tan grandioso.

Papá volteó a verme. 

Levemente sonrió y dijo: -Bien hecho.-

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Hay algo de tu vida en este cuento? Yo me identifiqué bastante con él.

Tu amigo "Chaguito".

Agustin Criollo dijo...

CLARO QUE SI, HECHO VERIDICO PERO EXAGERADO, CLARO ESTA.
UN ABRAZO CHAGUITO