A todos mis muertos
Los veo a todos.
Juntándose lentamente en mi memoria,
acurrucándose entre los recuerdos.
Recuerdos viejos, recuerdos ocultos, recuerdos olvidados.
Los veo y no temo.
Se que una vez fueron parte de mi y yo de ellos.
Un solo cuerpo. Un solo ser.
La melancolía me carcome, me desangra por dentro.
Son como una sombra eterna que me sigue los pasos.
Son como un recordatorio de mi propia mortandad.
No hay momento alguno en que no piense en ustedes.
No existe un segundo libre de su presencia.
No existe.
No existe.
Nuestros días son tan cortos,
caminan tan rápido, aligerando el paso con los años.
Y yo aquí, tendido a la sombra de sus recuerdos
me hago más pequeño, más indefenso.
Más vulnerable.
Si acaso pasaran frente a mí y no pudiera verlos,
sentirlos, quizás es que perdí mi norte
y ando correteándolo por cada esquina del universo.
Por cada rincón del planeta.
Si pronuncian mi nombre y no volteo a mirar,
no es por dejadéz ni por desidia.
Quizás me cegué con el resplandor del mundo.
No fue mi intención bajar mi cabeza y mirar el suelo.
No fue mi intención.
No fue mi intención.
A veces los siento tan cerca
Que podría jurar que puedo tocarlos.
Que el vapor que emana de sus alientos
me empaña el corazón con lágrimas.
Pero yo se que no están aquí,
Son solo una nube, una neblina tenue
Que revolotea sigilosa por entre las paredes porosas de mi mente.
Quisiera estar con ustedes.
Siento que me llaman.
En cada sonido, en cada movimiento, en cada risa.
En cada visión, en cada grito, en cada lágrima.
En cada temblor, en cada libro, en cada palabra.
En cada día, en cada noche.
En cada pensamiento.
Pero no puedo partir.
La vida me pesa demasiado como para poder arrancarla.
Para quitarme este caparazónque me cubre.
Que me previene de buscarlos.
Les pido perdón.
Les pido piedad.
La silla sigue sentada donde el tiempo la dejó.
Las ventanas siguen rasgadas por el despiadado sol.
Los libros, ¡oh, los libros!
Mis amados recipientes de conocimiento.
Los veo ahí, amontonándose lentamente
en los estantes de mi alma.
Acumulando polvo, acumulando sabiduría.
Los toco y me recuerdan a ustedes.
Son como muertos.
Son como muertos.
Son como todos mis muertos.
Se llamaba Julia
Embelesada. Así miraba cómo la leche iba, lentamente, hirviendo en la cacerola de aluminio curtido. Esa monótona ebullición le recordaba como había sido su vida hasta ahora: estéril, inservible.
Parecía una pequeña caldera de sentimientos encontrados que la llamarada de la vida calentaba lentamente hasta hacerla insoportable.
Todos los sueños, todas las metas. Todos esos planes fortuitos que quedaron colgando en el vacío, tendidos bajo el sol, descolorándose lentamente en un cordel atado al árbol del patio de atrás, le ardían en la conciencia.
Estaba cansada de sentirse cansada. Aburrida de sentirse aburrida.
El dolor se acumulaba dentro de sí a cuenta gotas, lentamente, amenazando con desbordarse un día, así, sin más ni más. Deseaba abdicar, permutar, evolucionar, transmutar.
Simplemente crecer dos grandes alas en su espalda y volar hacia el infinito para nunca jamás tener que volver a este lugar. A este momento.
Ya nada parecía tener valor. Los problemas se hacían cada vez más y más insoportables, sin salida alguna. No había luz al final de este túnel. El peso era insoportable, se aglomeraba infaliblemente en la parte inferior de su cuerpo y la hundía en estas aguas, halándola hacia abajo, profundo, sin poder salir a la superficie y tomar un aliento de aire para continuar. La soledad en este infinito mar de personas era apabullante.
¿Dónde había quedado la inocente niña que una vez correteo por los matorrales del barrio Santana junto a los demás granujas de la cuadra, tragando bocanadas de vida por doquier?
¿Dónde estaba aquella insaciable riada de risas que le tullía las ganas de ser infeliz?
¿Dónde quedaba la deleznable peripecia que significaba vivir otro día más en este alible designio del destino?
Ya no había nada.
Cierto era que su niñez fue dura, como la de todos los hijos del abominable tercermundismo de la deuda externa y la globalización. Su madre había tenido que luchar incansablemente para echar adelante a sus cuatro hijos.
Julia era la menor.
También era bien sabido de las andadas de su padre, el mecánico, que había criado la terrible costumbre, ya sea por herencia latina o por resabio de frustración, de desahogar sus beodas rabietas contra su esposa, haciéndole añicos la cara por lo menos dos veces al mes.
Sin embargo, habían logrado salir adelante con esa terrible mancha que marchita los sentimientos infantiles y hace hablar hasta las ventanas que miran desde el otro lado de la acera.
Quizás por pura ley de karma o por pura ecuación sicológica, la adolescencia le trajo a Julia cambios que eran más crudos que la compulsoria metamorfosis de larva a mariposa que las niñas experimentan a esa edad.
Los aires de la pubertad habían traído consigo pensamientos absurdos, incomprensibles. Cierto desdén en contra de todo lo que la rodeaba. Una suerte de súbito placer por permanecer en un estado de embriagante pesimismo existencial. La asquerosa hediondez de este mundo le revolcaba el estómago. La hacía contraerse con sus brazos apretando su vientre para ayudarse a soportar este temblor de sentimientos siniestros que se apoderaban de su ser.
Lloraba frecuentemente. A solas.
Se encerraba en su armario cuando todos se habían marchado del departamento a perseguir sus faenas diarias, aburridas e inútiles.
Allí, sola, desconsolada, rompía en un llanto ensordecedor que se hacía eco de gritos de desesperación que nunca nadie lograba escuchar.
Tenía solo veinticuatro años pero se veía desmejorada, avejentada.
Su pelo largo y crespo ya no era terso. Las prolongadas raíces de su color natural crecían descontroladas tras un tinte que alguna vez fue pero ya no lo era más. Siempre lucía una vieja bata floreada que su madre le había regalado alguna vez que ya ni recordaba.
Su cuerpo regordete y flácido era solo la sombra de la curvilínea jovencita que un día volvió loco a ese hombre que hoy era su marido.
Sus ojos siempre estaban lerdos. Como una ventana a mundos desconocidos, oscuros, tenebrosos.
El matrimonio iba de mal en peor. Julia sabía que José Miguel se veía con otra mujer. Muy probablemente nada parecida a ella. Quizá bien perfumada, inmaculadamente vestida y peinada. Siempre esperando a su hombre para satisfacerlo en todos sus deseos carnales.
Ella, por otro lado, era la magnánima representación del vacío y la decrepitud.
El siquiatra se lo había advertido. Los antidepresivos tenían un efecto secundario que afectarían el libido y, por consiguiente, la relación matrimonial.
Había sido diagnosticada con severa depresión y esquizofrenia pero, ¿qué demonios significaba eso? No entendía esa extensa e incomprensible jerigonza de palabras técnicas que utilizaban estos matasanos.
Lo único que sabía de seguro era que se sentía como mierda. Como un ser inservible que ni siquiera puede serle útil a su hombre para descargarse dentro de ella.
Accedió sumisa, como siempre, a seguir con el tratamiento por las súplicas de su madre aunque sabía, dentro de sí, que no tenía ningún sentido continuarlas.
Veía que la vida se le desvanecía entre sus dedos. Se sentía derrotada. Irremediablemente derrotada. Todos en el barrio la miraban con ojos extraños. Con esa pena cancerosa que lacera la autoestima de los más débiles.
Carlitos, el hijo de su hermana mayor, había venido a quedarse con ellos por unos meses. José Miguel había aceptado la encomienda un poco a regañadientes pero con cierta resignación ya que apreciaba,de alguna manera, a su sobrino político. Julia quería al niño como si fuera suyo y Carlitos reciprocaba este sentimiento ubicuamente.
Con solo siete años y en su primer grado de primaria, Carlitos era un niño suspicaz, alegre, alerta y respetuoso, fruición de cualquier madre del planeta.
La amaba profundamente quizás porque ella siempre lo resguardaba en su regazo o quizá porque su juventud representaba un numen para él. Era como tener cierta figura de autoridad consigo pero que le servía de compinche en sus ubérrimas travesuras.
Julia representaba la diversión y la libertad para Carlitos, por eso no refutó la orden de su madre de quedarse unas semanas en casa de Julia.
Pero ella seguía con su frugal sopor que no le permitía despabilarse de ese sueño asesino que la acechaba constantemente.
Ese cansancio que le barrenaba las sienes y se perfilaba como el ocaso de sus meros veintiún años de vida.
Esa mañana de diciembre era soleada pero con una ecuánime brisa que suavizaba el terrible sol tropical. Se empezaban a respirar los aires navideños que ya, desde finales de noviembre, comienzan a coquetear en las vitrinas y los estantes de los comercios como augurando una exitosa temporada.
El locuaz Carlitos se había levantado más intrépido de lo usual y José Miguel mostraba una elegante parsimonia que prometía un día feliz.
Julia se había levantado con un lóbrego sentimiento de confusión y congoja. Un ciclópeo derrotismo que se distorsionaba en una disfonía cerebral que la ensordecía por completo.
Ocultó su pesar como miles de veces lo había hecho y nadie lo había notado. Pero hoy era diferente.
Cierto resentimiento se confundía con ternura y transmutaba en autocompasión. Era como la santísima trinidad de la desesperación y el desasosiego.
-¡Bendición, Tita!-
Respingó con un rugido Carlitos.
Julia no contestó.
-Hazme unos huevitos fritos con tostadas, ¿eh?-
Dijo José Miguel con serenidad.
Julia asintió con la cabeza y limitó su contestación a un suspiro vago, resoplado desde las profundidades de su ser.
Se sentía como una mosca en la pared.
La costumbre era prepararle, antes que cualquier indicio del desayuno, un vaso de leche con chocolate a cada uno. Especialmente a Carlitos, que le encantaba.
Entonces supo que era el momento exacto de acrisolar a estos dos seres que tanto amaba. Ella debía escapar de este hediondo y pestilente mundo y no podía dejar abandonados a sus dos amados. José Miguel, aunque había cambiado, no era el responsable de su desinterés. Lo era ella y sus constantes problemas. El era sólo una víctima y ella debía enmendar ese terrible error. Carlitos era la luz de sus ojos, el hijo que nunca había podido tener por una falta de fertilidad que aún no comprendía. El tampoco podía quedar a merced de este horrendo mundo y ser un blanco, como ella, de la maldad de las personas.
-Pobre de mí-
Pensaba mientras las cuencas de sus ojos se inundaban de pequeñas y débiles lágrimas.
Entonces, con mucha cautela, tomó el escuálido envase anaranjado claro y sacó todas las pastillas. Las molió lo más rápido posible sin que se dieran cuenta José Miguel y el niño quienes estaban sentados en el comedor.
Se aseguró de mezclar bien los tres vasos de leche con chocolate con los pedazos pulverizados de la droga. Batió uniformemente cada uno y los llevo de una sentada a la mesa.
A Carlitos le encantó. Ni siquiera notó el amargo sabor a muerte que flotaba a la deriva en la superficie del vaso.
La reportera se detuvo frente a ella y le preguntó:
-¿Por qué lo hiciste?-
Ella no supo qué contestar. En realidad no sabía nada. No entendía nada.
Volvió a preguntar la reportera con su fría voz inquisidora, como tratando de obtener cualquier información que le fuera útil para su reportaje:
-Y, ¿cuál es tu nombre?-
Se detuvo extrañada y sus ojos recorrieron velozmente todo su entorno. Pensó por un segundo pues casi se le olvidaba quién era pero, recuperándose inmediatamente abrió su boca y con una enunciación débil e incrédula contesto:
-Me llamo Julia-.
Parecía una pequeña caldera de sentimientos encontrados que la llamarada de la vida calentaba lentamente hasta hacerla insoportable.
Todos los sueños, todas las metas. Todos esos planes fortuitos que quedaron colgando en el vacío, tendidos bajo el sol, descolorándose lentamente en un cordel atado al árbol del patio de atrás, le ardían en la conciencia.
Estaba cansada de sentirse cansada. Aburrida de sentirse aburrida.
El dolor se acumulaba dentro de sí a cuenta gotas, lentamente, amenazando con desbordarse un día, así, sin más ni más. Deseaba abdicar, permutar, evolucionar, transmutar.
Simplemente crecer dos grandes alas en su espalda y volar hacia el infinito para nunca jamás tener que volver a este lugar. A este momento.
Ya nada parecía tener valor. Los problemas se hacían cada vez más y más insoportables, sin salida alguna. No había luz al final de este túnel. El peso era insoportable, se aglomeraba infaliblemente en la parte inferior de su cuerpo y la hundía en estas aguas, halándola hacia abajo, profundo, sin poder salir a la superficie y tomar un aliento de aire para continuar. La soledad en este infinito mar de personas era apabullante.
¿Dónde había quedado la inocente niña que una vez correteo por los matorrales del barrio Santana junto a los demás granujas de la cuadra, tragando bocanadas de vida por doquier?
¿Dónde estaba aquella insaciable riada de risas que le tullía las ganas de ser infeliz?
¿Dónde quedaba la deleznable peripecia que significaba vivir otro día más en este alible designio del destino?
Ya no había nada.
Cierto era que su niñez fue dura, como la de todos los hijos del abominable tercermundismo de la deuda externa y la globalización. Su madre había tenido que luchar incansablemente para echar adelante a sus cuatro hijos.
Julia era la menor.
También era bien sabido de las andadas de su padre, el mecánico, que había criado la terrible costumbre, ya sea por herencia latina o por resabio de frustración, de desahogar sus beodas rabietas contra su esposa, haciéndole añicos la cara por lo menos dos veces al mes.
Sin embargo, habían logrado salir adelante con esa terrible mancha que marchita los sentimientos infantiles y hace hablar hasta las ventanas que miran desde el otro lado de la acera.
Quizás por pura ley de karma o por pura ecuación sicológica, la adolescencia le trajo a Julia cambios que eran más crudos que la compulsoria metamorfosis de larva a mariposa que las niñas experimentan a esa edad.
Los aires de la pubertad habían traído consigo pensamientos absurdos, incomprensibles. Cierto desdén en contra de todo lo que la rodeaba. Una suerte de súbito placer por permanecer en un estado de embriagante pesimismo existencial. La asquerosa hediondez de este mundo le revolcaba el estómago. La hacía contraerse con sus brazos apretando su vientre para ayudarse a soportar este temblor de sentimientos siniestros que se apoderaban de su ser.
Lloraba frecuentemente. A solas.
Se encerraba en su armario cuando todos se habían marchado del departamento a perseguir sus faenas diarias, aburridas e inútiles.
Allí, sola, desconsolada, rompía en un llanto ensordecedor que se hacía eco de gritos de desesperación que nunca nadie lograba escuchar.
Tenía solo veinticuatro años pero se veía desmejorada, avejentada.
Su pelo largo y crespo ya no era terso. Las prolongadas raíces de su color natural crecían descontroladas tras un tinte que alguna vez fue pero ya no lo era más. Siempre lucía una vieja bata floreada que su madre le había regalado alguna vez que ya ni recordaba.
Su cuerpo regordete y flácido era solo la sombra de la curvilínea jovencita que un día volvió loco a ese hombre que hoy era su marido.
Sus ojos siempre estaban lerdos. Como una ventana a mundos desconocidos, oscuros, tenebrosos.
El matrimonio iba de mal en peor. Julia sabía que José Miguel se veía con otra mujer. Muy probablemente nada parecida a ella. Quizá bien perfumada, inmaculadamente vestida y peinada. Siempre esperando a su hombre para satisfacerlo en todos sus deseos carnales.
Ella, por otro lado, era la magnánima representación del vacío y la decrepitud.
El siquiatra se lo había advertido. Los antidepresivos tenían un efecto secundario que afectarían el libido y, por consiguiente, la relación matrimonial.
Había sido diagnosticada con severa depresión y esquizofrenia pero, ¿qué demonios significaba eso? No entendía esa extensa e incomprensible jerigonza de palabras técnicas que utilizaban estos matasanos.
Lo único que sabía de seguro era que se sentía como mierda. Como un ser inservible que ni siquiera puede serle útil a su hombre para descargarse dentro de ella.
Accedió sumisa, como siempre, a seguir con el tratamiento por las súplicas de su madre aunque sabía, dentro de sí, que no tenía ningún sentido continuarlas.
Veía que la vida se le desvanecía entre sus dedos. Se sentía derrotada. Irremediablemente derrotada. Todos en el barrio la miraban con ojos extraños. Con esa pena cancerosa que lacera la autoestima de los más débiles.
Carlitos, el hijo de su hermana mayor, había venido a quedarse con ellos por unos meses. José Miguel había aceptado la encomienda un poco a regañadientes pero con cierta resignación ya que apreciaba,de alguna manera, a su sobrino político. Julia quería al niño como si fuera suyo y Carlitos reciprocaba este sentimiento ubicuamente.
Con solo siete años y en su primer grado de primaria, Carlitos era un niño suspicaz, alegre, alerta y respetuoso, fruición de cualquier madre del planeta.
La amaba profundamente quizás porque ella siempre lo resguardaba en su regazo o quizá porque su juventud representaba un numen para él. Era como tener cierta figura de autoridad consigo pero que le servía de compinche en sus ubérrimas travesuras.
Julia representaba la diversión y la libertad para Carlitos, por eso no refutó la orden de su madre de quedarse unas semanas en casa de Julia.
Pero ella seguía con su frugal sopor que no le permitía despabilarse de ese sueño asesino que la acechaba constantemente.
Ese cansancio que le barrenaba las sienes y se perfilaba como el ocaso de sus meros veintiún años de vida.
Esa mañana de diciembre era soleada pero con una ecuánime brisa que suavizaba el terrible sol tropical. Se empezaban a respirar los aires navideños que ya, desde finales de noviembre, comienzan a coquetear en las vitrinas y los estantes de los comercios como augurando una exitosa temporada.
El locuaz Carlitos se había levantado más intrépido de lo usual y José Miguel mostraba una elegante parsimonia que prometía un día feliz.
Julia se había levantado con un lóbrego sentimiento de confusión y congoja. Un ciclópeo derrotismo que se distorsionaba en una disfonía cerebral que la ensordecía por completo.
Ocultó su pesar como miles de veces lo había hecho y nadie lo había notado. Pero hoy era diferente.
Cierto resentimiento se confundía con ternura y transmutaba en autocompasión. Era como la santísima trinidad de la desesperación y el desasosiego.
-¡Bendición, Tita!-
Respingó con un rugido Carlitos.
Julia no contestó.
-Hazme unos huevitos fritos con tostadas, ¿eh?-
Dijo José Miguel con serenidad.
Julia asintió con la cabeza y limitó su contestación a un suspiro vago, resoplado desde las profundidades de su ser.
Se sentía como una mosca en la pared.
La costumbre era prepararle, antes que cualquier indicio del desayuno, un vaso de leche con chocolate a cada uno. Especialmente a Carlitos, que le encantaba.
Entonces supo que era el momento exacto de acrisolar a estos dos seres que tanto amaba. Ella debía escapar de este hediondo y pestilente mundo y no podía dejar abandonados a sus dos amados. José Miguel, aunque había cambiado, no era el responsable de su desinterés. Lo era ella y sus constantes problemas. El era sólo una víctima y ella debía enmendar ese terrible error. Carlitos era la luz de sus ojos, el hijo que nunca había podido tener por una falta de fertilidad que aún no comprendía. El tampoco podía quedar a merced de este horrendo mundo y ser un blanco, como ella, de la maldad de las personas.
-Pobre de mí-
Pensaba mientras las cuencas de sus ojos se inundaban de pequeñas y débiles lágrimas.
Entonces, con mucha cautela, tomó el escuálido envase anaranjado claro y sacó todas las pastillas. Las molió lo más rápido posible sin que se dieran cuenta José Miguel y el niño quienes estaban sentados en el comedor.
Se aseguró de mezclar bien los tres vasos de leche con chocolate con los pedazos pulverizados de la droga. Batió uniformemente cada uno y los llevo de una sentada a la mesa.
A Carlitos le encantó. Ni siquiera notó el amargo sabor a muerte que flotaba a la deriva en la superficie del vaso.
La reportera se detuvo frente a ella y le preguntó:
-¿Por qué lo hiciste?-
Ella no supo qué contestar. En realidad no sabía nada. No entendía nada.
Volvió a preguntar la reportera con su fría voz inquisidora, como tratando de obtener cualquier información que le fuera útil para su reportaje:
-Y, ¿cuál es tu nombre?-
Se detuvo extrañada y sus ojos recorrieron velozmente todo su entorno. Pensó por un segundo pues casi se le olvidaba quién era pero, recuperándose inmediatamente abrió su boca y con una enunciación débil e incrédula contesto:
-Me llamo Julia-.
El Salto
¡Como esperaba con ansiedad esos domingos en que Papá me llevaba de paseo a esa centenaria ciudad amurallada esculpida en roca hace siglos por batallones de conquistadores del viejo mundo: San Juan!
Cada semana se me hacía interminable en la espera de ese día maravilloso cuando el viejo me llevaba a comer piraguas, ver las vitrinas de González Padín, corretear las palomas en la plaza, volar chiringas en el Morro y dar la compulsoria trillita de ida y vuelta a Cataño, del otro lado de la bahía, en la vieja y corroída lancha pública.Llegábamos después de almuerzo, como siempre decidía el viejo para cualquier plan de actividad. Como si el día se dividiera en dos, como la era moderna y la antigua que se media con el nacimiento de Cristo. Para nosotros era antes y después de almuerzo. Como si el almuerzo y la subsiguiente hora y pico de digestión fueran un momento sagrado en la vida de un hombre.Quizás sí lo era.Todo se planificaba después de almuerzo. Cualquier cita, cualquier gestión, cualquier paseo: después de almuerzo.
Debo confesar que de todo lo que hacíamos el viejo y yo en esos pasadías dominicales, la hora de tomar la lancha de Cataño era mi momento favorito. Todo lo demás; la plaza, el Morro, el San Cristóbal, el Parque de las Palomas, parecía ser un preámbulo para esos escasos quince minutos que duraba salir de la orilla del viejo San Juan, llegar al otro lado, volver a abordar y regresar de nuevo al punto de partida.
Para mí, ver el mar que se colaba en la bahía golpeando con cadencia caribeña el filo de la proa de la embarcación, el viento sobre mi cara que apenas me dejaba mantener los ojos abiertos, los pájaros marinos planeando detrás de la nave en busca de algún bocado extraviado, significaban una exaltación que llenaba mi corazón de alegría.
Algo indescriptible.
Me sentía dueño del mundo en ese instante. Nada ni nadie podía hacerme daño porque yo estaba ahí, conquistando ese mar, junto a mi querido viejo.
Tratábamos de estar en la línea de entrada para comprar los boletos lo más temprano posible antes de la próxima hora de salida, de esa manera nos asegurábamos de agarrar asientos en la parte superior de la lancha que estaba al aire libre.
Diez centavos por cada uno.
Papá pagaba a la vieja señora encargada de la boletería, nos daban una pequeña taquilla de entrada y entonces nos apresurábamos a los portones.
Recuerdo que miraba desde el borde del muelle y veía el agua turbia, verdosa, aceitosa, con fragmentos de algas flotando como sobrevivientes de un largo y marítimo viaje. Se mezclaban inescrupulosamente con pedazos de plantas marinas, papeles, desperdicios, peces muertos y todo lo que la corriente podía traer consigo.
Entonces, cuando el encargado daba la señal, Papá me tomaba de un brazo y, dando un salto, brincábamos a la lancha por la gran apertura metálica que tenía a su costado: una puerta.
Era un evento bastante complicado. Un mal paso podía significar caernos en esas pútridas aguas llenas de sabe dios qué bestias submarinas que aguardaban glotonas por cualquier incauto accidentado para hacerlo su almuerzo. Mi viejo ya era un experto en ese menester y mostraba su destreza todos los domingos.
Confiaba en él plenamente.
¿Cómo no hacerlo si él era el hombre más fuerte, más valiente, más grande y más inteligente del mundo? Mi Papá.
En realidad le temía un poco a ese momento pero, dentro de mí, me encapriché con la idea de demostrarle a mi padre que era capaz de dar ese salto por mí mismo porque ya era todo un hombrecito.
Pasé semanas pensando cómo hacerlo. Dándole vueltas en la cabeza. Analizando en mi mente cada paso, cada movimiento. Preparándome para ese gran escalón que determinaría un punto culminante en mi vida.Siempre se lo decía.
Le pedía que el próximo domingo me permitiera dar el salto a mí solo, sin su ayuda.El viejo me miraba de reojo, con cierta mezcla de duda e incredulidad y me decía:
-Ya veremos-
Yo estaba ávido de demostrarle que era digno de ser su hijo. De hacerle ver que su destreza y coraje para dar ese peligrosísimo salto fueron heredados por mí, su hijo querido.
-Cuando llegue el momento hablaremos-
Replicaba firmemente ante mi insistencia infantil.
Llegado ese domingo pasé gran parte de la tarde preparándome mentalmente para el reto del salto. Me imaginaba qué movimientos tenía que dar y con qué precisión tenía que hacerlos para lograr el salto sin caer en el agua y ser devorado en las fauces de los monstruos marinos que habitaban las profundidades de la bahía.
Estaba preparado, lo sabía.
Hoy era el momento de demostrarle mi grandeza al viejo.
Me vería con orgullo mientras una lágrima le saldría de sus ojos y me diría con la voz entrecortada:
-Lo lograste hijo mío, eres el mejor.-
Veía esa imagen en mi cabeza y me daba aún más fuerzas para lograr mi cometido.
Ya jamás seria un bebé, ahora sería todo un hombre capaz de dar ese terrible salto por mí solo, sin la ayuda de nadie.
En la fila, me preparaba silenciosamente esperando nuestro turno.
Aguantaba el boleto en mis manos con fuerza. Me sudaban. Entonces llegó el momento. Me paré en la orilla del muelle, frente a la lancha. Miré hacia el agua y pude ver las terribles serpientes marinas, tiburones hambrientos y cocodrilos asesinos auscultándome detenidamente, esperando que diera ese paso en falso para poder hacerme su cena.
Cuando llegó el momento de la verdad quedé petrificado. No podía moverme ni tampoco despegar mí vista de esas turbias aguas aceitosas que se abrían ante mí como mandíbulas gigantes convidándome a la perdición.De pronto escuché la voz de Papá que con cierta impaciencia me decía:
-Ven, vamos que la gente está esperando-
Me tomó por el brazo y de un jalón me metió en la mole de metal; la lancha.
Desde mi asiento, con la vista hacia abajo, mirando la marea espumosa que se formaba con cada vaivén, veía como esos animales marinos, astutos engañadores, se reían de mí.
¡Me habían timado!
¡Como pude sucumbir ante el miedo! ¿Cómo?
La vergüenza me embargaba mientras estaba parado, al lado de Papá, viendo cómo las aguas se abrazaban entre sí bailando una danza de armonía alrededor de la lancha.
Me sentía indigno de ser su retoño. Su primogénito.Papá no demostró nada, ni siquiera se inmutó ante tal tragedia. De seguro estaba ocultando su gran tristeza por mi imperdonable fracaso. Sabía que detrás de esa aparente calma yacía un hombre abrumado y desilusionado por la falta de entereza de su único hijo.
-No te preocupes. ¡Oh Padre amado! Yo enmendare mi error.-, pensaba dentro de mí.
Tendría que resolver esa situación cuanto antes. La vergüenza y la cobardía eran algo inconcebible para mí frente a esta figura heroica que era mi viejo.Debía construir un nuevo plan. Uno efectivo y esta vez no me dejaría timar por las mentiras de esos monstruos marinos que se regocijaban con mi desdicha.
¡Nos veremos de nuevo, bestias de las abismales profundidades!
Ese domingo me levante tempranísimo.
Estuve toda la mañana encerrado en mi habitación meditando sobre el asunto. Casi ni toqué el suculento desayuno que Mamá hacía religiosamente todos los domingos. No había tiempo para esas tonterías.
Hoy sería el día definitivo de mi venganza. Sería como el ave fénix que resurgía de las cenizas y retomaría el amor de mi padre que permanecía sumido en esa gran oscuridad de vergüenza y dolor. O por lo menos así lo veía desde mi pequeña estatura.
Llegamos, como siempre, a tiempo para tener buenos asientos. En la línea de entrada volvía a agarrar mi boleto fuertemente mientras que, frente a mis ojos, veía pasar todo el suceso nuevamente.
Me repetía a mi mismo:
-¡Lo vas a lograr!, ¡Lo vas a lograr!-
Esta vez no me dejaría intimidar por nada ni por nadie.Veía la inmensa lancha llegar lentamente y atracar en el muelle con sus grandes cauchos amarrados a sus costados para amortiguar los golpes contra el concreto.
La marea estaba un poco embravecida. Podía ver los miles de ojos que salían a la superficie desde el verdor espumoso del agua.
Esperaban por mí, por mi fracaso, pero no les daría ese gusto.
Llegamos al borde del muelle, parados frente a la gran puerta de metal, esperando que se abriera y el encargado diera la señal de entrada.Mi corazón palpitaba rápidamente. Mis manos sudaban. Mi piel de gallina.Miré al agua y vi a las bestias marinas nuevamente convidándome a la perdición. Cambie la vista para no verlos. Debía mantener mi cordura a toda costa. Mis ojos se concentraban directamente en mi blanco y en mi misión.
De repente el hombre abrió su boca y grito:
-¡Todos a bordo!-
Entonces supe que era el momento de actuar. Era mi única oportunidad de reivindicar mi terrible fracaso.Sabía que una vez lograra dar el salto mi padre me cargaría en sus fuertes brazos y me abrazaría. Me diría con un orgullo que no le cabria en el corazón:
-¡Tú eres mi hijo! ¡Tú eres mi hijo! -
Y yo respondería con voz de héroe:
-¡Sí Padre, lo soy, lo soy!-
Deseaba eso más que nada en el mundo. Arrullaba esa escena constantemente en mi imaginación.
Entonces, con un repentino movimiento de mis piernas tomé impulso y salté fuertemente a la lancha mientras Papá brincaba junto a mí.El viento en mi cara, la tensión del momento.Yo volando como el ave fénix, por encima de mi desventura y haciéndome un Ares de la antigua Grecia, o tal vez un Apolo.Era como un dúo invencible. Estos dos titanes venciendo las adversidades de un mar oscuro y lúgubre, habitado por criaturas malignas que deseaban destruirnos de un bocado. Como sacado de la mitología helénica.
Podía escuchar las fanfarrias, los gritos, el confeti cayendo desde el cielo. Trompetas anunciando la llegada del hijo pródigo, Yo, que vencía la adversidad.
Una vez mis pies recuperaron su soporte dentro del navío, mire a mi Papá y sonreí esperando que toda la algarabía comenzara para celebrar este triunfo tan grandioso.
Papá volteó a verme.
Levemente sonrió y dijo:
-Bien hecho.-
Fantasma
Yo no morí aquel martes. Fue toda una farsa.
Yo no me desplomé con cuatro balazos en mi cuerpo ni me desangré pidiéndole a esos perpetradores que me dispararan en la frente para no sufrir más.
Ese lunes yo viví, sobreviví.
Nadie nunca me arrebató el suspiro de vida mientras caminaba en el tope de aquella montaña boscosa del centro. Yo nunca lloré ni me arrodillé. Tampoco pedí clemencia ni experimenté el terrible miedo de los que están a punto de morir asesinados.
Yo no me amedrenté, no me estremecí ni pudieron callar mis palabras. Mi voz sigue retumbando en cada esquina del bosque. Yo no morí.
Mi sangre no salpicó esa eminencia rocosa de mil doscientos cuarenta y cinco pies de altura, ni mis gritos de desesperación y miedo se colaron por entre el sedimento comprimido de esa verde cordillera.
Ese día soleado yo no perdí la vida.
Simplemente dejé que todos pensaran que así fue.
Mi cuerpo no yace enterrado en ningún lote de tierra fría ni fue cremado hasta las cenizas.
Sigo aquí.
Entre ustedes.
Yo nunca morí.
Ese lunes veinticinco de julio mi corazón sobrevivió y desde entonces sigue latiendo en los latidos de todos ustedes.
Una vez comenzaron a disparar, mi cuerpo se elevó como un múcaro hacia el cielo y se perdió en el inmenso azul de ese caluroso día de verano.
Nadie me vio escapar, pensaron me habían atrapado mientras vomitaban sus terribles palabras de intolerancia y aniquilación.
Pero yo los engañé. Me creyeron muerto pero no fue así.
Sigo aquí.
Yo no morí. Yo no morí…
Balbuceando estas palabras, el fantasma de Carlos Enrique flotó por entre la maleza del cerro hasta que desapareció en la vegetación.
Era algo habitual cada noche del veinticinco de julio.
Yo no me desplomé con cuatro balazos en mi cuerpo ni me desangré pidiéndole a esos perpetradores que me dispararan en la frente para no sufrir más.
Ese lunes yo viví, sobreviví.
Nadie nunca me arrebató el suspiro de vida mientras caminaba en el tope de aquella montaña boscosa del centro. Yo nunca lloré ni me arrodillé. Tampoco pedí clemencia ni experimenté el terrible miedo de los que están a punto de morir asesinados.
Yo no me amedrenté, no me estremecí ni pudieron callar mis palabras. Mi voz sigue retumbando en cada esquina del bosque. Yo no morí.
Mi sangre no salpicó esa eminencia rocosa de mil doscientos cuarenta y cinco pies de altura, ni mis gritos de desesperación y miedo se colaron por entre el sedimento comprimido de esa verde cordillera.
Ese día soleado yo no perdí la vida.
Simplemente dejé que todos pensaran que así fue.
Mi cuerpo no yace enterrado en ningún lote de tierra fría ni fue cremado hasta las cenizas.
Sigo aquí.
Entre ustedes.
Yo nunca morí.
Ese lunes veinticinco de julio mi corazón sobrevivió y desde entonces sigue latiendo en los latidos de todos ustedes.
Una vez comenzaron a disparar, mi cuerpo se elevó como un múcaro hacia el cielo y se perdió en el inmenso azul de ese caluroso día de verano.
Nadie me vio escapar, pensaron me habían atrapado mientras vomitaban sus terribles palabras de intolerancia y aniquilación.
Pero yo los engañé. Me creyeron muerto pero no fue así.
Sigo aquí.
Yo no morí. Yo no morí…
Balbuceando estas palabras, el fantasma de Carlos Enrique flotó por entre la maleza del cerro hasta que desapareció en la vegetación.
Era algo habitual cada noche del veinticinco de julio.
En Ese Lado del Jardín
El viejo prefería sentarse en ese lado del jardín, donde el sol no caía con su rabia fotosintética de astral proveedor sino que se transformaba en pequeños pedazos regados por el piso. Ese caleidoscopio de colores tenues que traía consigo el crepúsculo y que adornaba el suelo colándose por cada hendija que se formaba entre las hojas de los árboles.
Siempre que podía robarse un ratito de su rutina diaria aterrizaba raudo en este pequeño espacio, pero, de todos los días, los domingos era su tiempo preferido.
Para él, ese día era más que el último día de la semana cristiana o el primero de la judía. Más que el Dies Dominicus y que el Dies Solis. Mucho más que el día de descanso.
Para él los domingos significaban el cafecito recién cola’o a las tres en punto de la tarde. El melódico vaivén de las hojas de los árboles que cantaban acariciadas por la brisa. El opaco ladrido de los perros que, a lo lejos, conformaba una tímida serenata animal. Las risas que se enredaban entre los diferentes y, a veces, incomprensibles, juegos de los niños en la calle. El vago susurro del televisorcito a color de trece pulgadas donde la nena veía su programa favorito. El olor a arepitas recién horneadas que emanaba de la cocina donde la vieja preparaba lo que próximamente seria su cena. Ese azul e inmenso cielo que le servía de resguardo universal para todos sus ancianos sueños y viejas esperanzas.
Era esta aleación de piezas abstractas en su rompecabezas existencial la que le sentaba mucho mejor en ese lado del jardín. Ese pequeño vergel urbano que crecía, remozado, frente a la casa, adornando la fachada de este, su hogar.
El hogar pequeño, incomodo e inconcluso pero lleno de recuerdos. Memorias que crecen alrededor como frondosos arbustos llenos de lágrimas y risas, gritos y susurros, victorias y derrotas.
Esta mínima pieza de concreto armado que ha visto hacerse hombres a sus hijos y le ha servido de guarida contra las inclemencias de la mismísima existencia.
Y frente a ella, como centinela vegetal, la reclusa cúpula verde, observatorio del mundo que le rodeaba.
Su silla preferida, trono inexorable para semejante descanso dominical, era una vieja sentadera de mimbre, de esas que ya no se hacen. De fondo blanco, adornada con listones azules, verdes y amarillos. Abatida por el tiempo y su infalible crueldad.
-El tiempo no perdona-, pensaba.
Era casi tan vieja como él. Quizás por eso la sentía tan suya.
Miraba a su alrededor y se daba cuenta que las cosas ya no eran las mismas. Todo iba cambiando poco a poco. La ciudad se lo estaba engullendo todo. Dejando a su paso pedazos de concreto decrépito, hierros retorcidos y brea chamuscada.
Ya no quedaban espacios vegetales donde nos acercáramos más a nosotros mismos. Donde pudiéramos olvidar todo mal, sucumbiendo bajo el sutil embrujo del canto de algún intrépido pajarito que se adueñara de las ramas de esos grandes y frondosos seres arbóreos ausentes.
Los viejos de la cuadra ya no estaban. Esos antiguos gladiadores criollos, amigos de toda una vida, habían desaparecido ya casi por completo.
Don Vicente, el dueño del colmado, con su interminable cigarro condecorado con saliva que colgaba indolente entre sus labios. Doña Marina y Don Ignacio, los viejos vecinos de al lado. Hijos de Cienfuegos, de Nuestra Señora de los Ángeles de Jagua y de la inmensa planicie marítima que se disfraza de bahía en aquella antilla oriental. Mamá Carmen, la negra risueña, sólida como una ceiba. Con los siglos de sufrimiento marcados en su frente. Dónde todos los niños del barrio alguna vez comimos o dormimos. Grannie, la mística y audaz vieja gringa que vivía en el piso de arriba. Trotadora de historias que, aunque llevaba casi medio siglo en la Isla, todavía chamuscaba el español entre su dentadura postiza.
El viejo se sentía parte de cierta especie en extinción.
La primera vez que conoció la Isla fue por mera casualidad, como muchos otros inmigrantes. En ese mismo instante que la pisó supo que moriría aquí. Me lo confesó una vez.
La exuberante belleza de este pedacito de tierra en el mar era abrumadora.Se enamoró locamente de sus playas, de su gente, de sus montes, sus llanos, su constante lluvia tropical, su rocío del alba, su brisa cálida en el verano y fresca en el invierno.
Se enamoro de sus flores, sus grandes extensiones de verdor. Aquí no extrañaba tanto a su país pues cada esquina, cada forma, cada textura, cada color le recordaba constantemente de donde venía.
De todas esas perlas que flotan en los archipiélagos caribeños era esta la más hermosa.
Ahora, después de tantos años, sentado en su silla de mimbre, veía como pasaban los años. Como a su querida vieja se le arrugaba el ceño y como la vida se hacía cada vez más dura para un par de viejos como ellos. Aún quedaba mucho por hacer y este pequeño espacio era el sitio preciso para bordar el manto de planes para el futuro: la muerte.
Fue una de esas tardes que Mauricio apareció en la rueda de la bicicleta que dormía recostada a un lado del murito de cemento. Aquel que apenas tenía vestigios descascarados de su original color verdoso claro.
El inservible artefacto ya casi inutilizado por la corrosión servía de guarida para ese pequeño ser viviente. Saurópsido vertebrado sobreviviente del holocausto evolutivo Darwiniano, que de la nada había aparecido como ánima del más allá, curioseando ante la presencia de este otro ser que siempre estaba sentado ahí, invadiendo su dominio natural.
Tras su repentina aparición, el animalito fue bautizado por el viejo como Mauricio, en honor a uno de sus sobrinos favoritos. Le recordaba el semblante espigado, escuálido y anémico del chico a quien no veía hacia años.
- Ya debe estar hecho un hombre.-, pensaba en silencio, recordando todos esos momentos que habían quedado atrás en la tierra del sol amada.
Quizás era el mecanismo para sentirse más cerca de su familia, allá en un país no muy lejano en distancia pero retenido en su memoria y prisionero de su recuerdo.
Mauricio comenzó a frecuentar la rueda de la bicicleta todos los domingos, como esperando algún gesto de cordialidad de parte de este viejo que osaba adentrarse en el reino animal que él dominaba. Entendiendo el sutil mensaje, el viejo le traía pedacitos de pan que, a falta de algún suculento insecto, servían de exquisito aperitivo para Mauricio.
La amistad parecía crecer con el pasar de los días y hasta se escuchaba al viejo en un ininterrumpido coloquio con su recién adquirido amigo.
- ¿Cuánto tiempo llevarás viviendo aquí? Nunca te había visto. -
El animalito permanecía estático, con esa mirada atónita tan distintiva de los de su especie.
Sus ojos, paranoicos, auscultaban al hombre como tratando de comprender a su interlocutor.El viejo prefería pensar que lo escuchaba atentamente, que comprendía su ansiedad, como lo haría cualquiera de esos veteranos del barrio que ya no estaban. Sus viejos amigos.
El animalito parecía comprender a cabalidad su función de atente confidente a sus sueños y pesares aunque sus idiomas no fueran los mismos.
A veces, el viejo llegaba con un halo de retraso y ahí estaba Mauricio, atónito, con la mirada fría y cortante, como inquiriéndolo por la tardanza. Entonces, el viejo, sonriendo, le replicaba:
-Si, si, ya se. Llegue un poco tarde. Perdóname-, excusándose con cualquier inútil pretexto.
Mauricio hacia un brusco movimiento con su cuerpo, como aceptando las disculpas y comenzaban su intensa faena.
La enfermedad se apoderó del viejo como un relámpago. Fue muy larga y penosa. Neurodegenerativa, decían los doctores.
La había tratado de ocultar hasta que los temblores se volvieron incontrolables y todos lo notaron. Sentía vergüenza.
Esa maldita condición lo había convertido casi en un ser vegetal. Ya no podía levantarse de su cama y mucho menos darse la escapadita usual los domingos a su lado preferido en el jardín.
Los temblores en su cuerpo lo habían convertido en un extraño. Alguien que ni él mismo reconocía. No era ni la sombra del hombre que fue. Aquel aventurero incansable que se sentía ciudadano del mundo entero. Corredor de sueños en tiempos fundamentales de la historia universal.
Pensaba en Mauricio.
Murió, precisamente, un domingo a las tres de la tarde. Afuera del cuarto del hospital, a través de la gran ventana de vidrio, quedaba el cafecito recién cola ‘o, el melódico vaivén de las hojas, el opaco ladrido de los perros, las risas de los niños en la calle, el vago susurro del televisorcito a color, el olor a arepitas recién horneadas, el azul e inmenso cielo.
Las enfermeras dijeron que había muerto mientras dormía. Que no había sentido nada.
-Murió como un pajarito.-
Su gesto de tristeza permanecía estampado en la expresión de ese cuerpo sin vida que yacía en el cuarto once cero uno del hospital. Al fin descansaba de su larga y tortuosa enfermedad.
Bajo al jardín y veo a Mauricio en la rueda de la bicicleta. Como si estuviera esperando la llegada del viejo con sus pedacitos de pan. Trato de hacerle entender que ya no vendrá pero él se queda inmóvil, con esa mirada tan característica de los de su especie.
Traigo pedacitos de pan como tratando de darle conclusión a su asunto tan personal pero no se mueve. Permanece estático.
Miro hacia la silla de mimbre y casi veo la sombra del viejo, de mi viejo, sentado en ese lado del jardín hablando con su inseparable amigo reptil.
Siempre que podía robarse un ratito de su rutina diaria aterrizaba raudo en este pequeño espacio, pero, de todos los días, los domingos era su tiempo preferido.
Para él, ese día era más que el último día de la semana cristiana o el primero de la judía. Más que el Dies Dominicus y que el Dies Solis. Mucho más que el día de descanso.
Para él los domingos significaban el cafecito recién cola’o a las tres en punto de la tarde. El melódico vaivén de las hojas de los árboles que cantaban acariciadas por la brisa. El opaco ladrido de los perros que, a lo lejos, conformaba una tímida serenata animal. Las risas que se enredaban entre los diferentes y, a veces, incomprensibles, juegos de los niños en la calle. El vago susurro del televisorcito a color de trece pulgadas donde la nena veía su programa favorito. El olor a arepitas recién horneadas que emanaba de la cocina donde la vieja preparaba lo que próximamente seria su cena. Ese azul e inmenso cielo que le servía de resguardo universal para todos sus ancianos sueños y viejas esperanzas.
Era esta aleación de piezas abstractas en su rompecabezas existencial la que le sentaba mucho mejor en ese lado del jardín. Ese pequeño vergel urbano que crecía, remozado, frente a la casa, adornando la fachada de este, su hogar.
El hogar pequeño, incomodo e inconcluso pero lleno de recuerdos. Memorias que crecen alrededor como frondosos arbustos llenos de lágrimas y risas, gritos y susurros, victorias y derrotas.
Esta mínima pieza de concreto armado que ha visto hacerse hombres a sus hijos y le ha servido de guarida contra las inclemencias de la mismísima existencia.
Y frente a ella, como centinela vegetal, la reclusa cúpula verde, observatorio del mundo que le rodeaba.
Su silla preferida, trono inexorable para semejante descanso dominical, era una vieja sentadera de mimbre, de esas que ya no se hacen. De fondo blanco, adornada con listones azules, verdes y amarillos. Abatida por el tiempo y su infalible crueldad.
-El tiempo no perdona-, pensaba.
Era casi tan vieja como él. Quizás por eso la sentía tan suya.
Miraba a su alrededor y se daba cuenta que las cosas ya no eran las mismas. Todo iba cambiando poco a poco. La ciudad se lo estaba engullendo todo. Dejando a su paso pedazos de concreto decrépito, hierros retorcidos y brea chamuscada.
Ya no quedaban espacios vegetales donde nos acercáramos más a nosotros mismos. Donde pudiéramos olvidar todo mal, sucumbiendo bajo el sutil embrujo del canto de algún intrépido pajarito que se adueñara de las ramas de esos grandes y frondosos seres arbóreos ausentes.
Los viejos de la cuadra ya no estaban. Esos antiguos gladiadores criollos, amigos de toda una vida, habían desaparecido ya casi por completo.
Don Vicente, el dueño del colmado, con su interminable cigarro condecorado con saliva que colgaba indolente entre sus labios. Doña Marina y Don Ignacio, los viejos vecinos de al lado. Hijos de Cienfuegos, de Nuestra Señora de los Ángeles de Jagua y de la inmensa planicie marítima que se disfraza de bahía en aquella antilla oriental. Mamá Carmen, la negra risueña, sólida como una ceiba. Con los siglos de sufrimiento marcados en su frente. Dónde todos los niños del barrio alguna vez comimos o dormimos. Grannie, la mística y audaz vieja gringa que vivía en el piso de arriba. Trotadora de historias que, aunque llevaba casi medio siglo en la Isla, todavía chamuscaba el español entre su dentadura postiza.
El viejo se sentía parte de cierta especie en extinción.
La primera vez que conoció la Isla fue por mera casualidad, como muchos otros inmigrantes. En ese mismo instante que la pisó supo que moriría aquí. Me lo confesó una vez.
La exuberante belleza de este pedacito de tierra en el mar era abrumadora.Se enamoró locamente de sus playas, de su gente, de sus montes, sus llanos, su constante lluvia tropical, su rocío del alba, su brisa cálida en el verano y fresca en el invierno.
Se enamoro de sus flores, sus grandes extensiones de verdor. Aquí no extrañaba tanto a su país pues cada esquina, cada forma, cada textura, cada color le recordaba constantemente de donde venía.
De todas esas perlas que flotan en los archipiélagos caribeños era esta la más hermosa.
Ahora, después de tantos años, sentado en su silla de mimbre, veía como pasaban los años. Como a su querida vieja se le arrugaba el ceño y como la vida se hacía cada vez más dura para un par de viejos como ellos. Aún quedaba mucho por hacer y este pequeño espacio era el sitio preciso para bordar el manto de planes para el futuro: la muerte.
Fue una de esas tardes que Mauricio apareció en la rueda de la bicicleta que dormía recostada a un lado del murito de cemento. Aquel que apenas tenía vestigios descascarados de su original color verdoso claro.
El inservible artefacto ya casi inutilizado por la corrosión servía de guarida para ese pequeño ser viviente. Saurópsido vertebrado sobreviviente del holocausto evolutivo Darwiniano, que de la nada había aparecido como ánima del más allá, curioseando ante la presencia de este otro ser que siempre estaba sentado ahí, invadiendo su dominio natural.
Tras su repentina aparición, el animalito fue bautizado por el viejo como Mauricio, en honor a uno de sus sobrinos favoritos. Le recordaba el semblante espigado, escuálido y anémico del chico a quien no veía hacia años.
- Ya debe estar hecho un hombre.-, pensaba en silencio, recordando todos esos momentos que habían quedado atrás en la tierra del sol amada.
Quizás era el mecanismo para sentirse más cerca de su familia, allá en un país no muy lejano en distancia pero retenido en su memoria y prisionero de su recuerdo.
Mauricio comenzó a frecuentar la rueda de la bicicleta todos los domingos, como esperando algún gesto de cordialidad de parte de este viejo que osaba adentrarse en el reino animal que él dominaba. Entendiendo el sutil mensaje, el viejo le traía pedacitos de pan que, a falta de algún suculento insecto, servían de exquisito aperitivo para Mauricio.
La amistad parecía crecer con el pasar de los días y hasta se escuchaba al viejo en un ininterrumpido coloquio con su recién adquirido amigo.
- ¿Cuánto tiempo llevarás viviendo aquí? Nunca te había visto. -
El animalito permanecía estático, con esa mirada atónita tan distintiva de los de su especie.
Sus ojos, paranoicos, auscultaban al hombre como tratando de comprender a su interlocutor.El viejo prefería pensar que lo escuchaba atentamente, que comprendía su ansiedad, como lo haría cualquiera de esos veteranos del barrio que ya no estaban. Sus viejos amigos.
El animalito parecía comprender a cabalidad su función de atente confidente a sus sueños y pesares aunque sus idiomas no fueran los mismos.
A veces, el viejo llegaba con un halo de retraso y ahí estaba Mauricio, atónito, con la mirada fría y cortante, como inquiriéndolo por la tardanza. Entonces, el viejo, sonriendo, le replicaba:
-Si, si, ya se. Llegue un poco tarde. Perdóname-, excusándose con cualquier inútil pretexto.
Mauricio hacia un brusco movimiento con su cuerpo, como aceptando las disculpas y comenzaban su intensa faena.
La enfermedad se apoderó del viejo como un relámpago. Fue muy larga y penosa. Neurodegenerativa, decían los doctores.
La había tratado de ocultar hasta que los temblores se volvieron incontrolables y todos lo notaron. Sentía vergüenza.
Esa maldita condición lo había convertido casi en un ser vegetal. Ya no podía levantarse de su cama y mucho menos darse la escapadita usual los domingos a su lado preferido en el jardín.
Los temblores en su cuerpo lo habían convertido en un extraño. Alguien que ni él mismo reconocía. No era ni la sombra del hombre que fue. Aquel aventurero incansable que se sentía ciudadano del mundo entero. Corredor de sueños en tiempos fundamentales de la historia universal.
Pensaba en Mauricio.
Murió, precisamente, un domingo a las tres de la tarde. Afuera del cuarto del hospital, a través de la gran ventana de vidrio, quedaba el cafecito recién cola ‘o, el melódico vaivén de las hojas, el opaco ladrido de los perros, las risas de los niños en la calle, el vago susurro del televisorcito a color, el olor a arepitas recién horneadas, el azul e inmenso cielo.
Las enfermeras dijeron que había muerto mientras dormía. Que no había sentido nada.
-Murió como un pajarito.-
Su gesto de tristeza permanecía estampado en la expresión de ese cuerpo sin vida que yacía en el cuarto once cero uno del hospital. Al fin descansaba de su larga y tortuosa enfermedad.
Bajo al jardín y veo a Mauricio en la rueda de la bicicleta. Como si estuviera esperando la llegada del viejo con sus pedacitos de pan. Trato de hacerle entender que ya no vendrá pero él se queda inmóvil, con esa mirada tan característica de los de su especie.
Traigo pedacitos de pan como tratando de darle conclusión a su asunto tan personal pero no se mueve. Permanece estático.
Miro hacia la silla de mimbre y casi veo la sombra del viejo, de mi viejo, sentado en ese lado del jardín hablando con su inseparable amigo reptil.
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