El Fúser
El barbudo estaba agotado hasta los tuétanos. Sentía ese cansancio viejo y desmedido que arrastraba desde hacia años como una gran piedra amarrada a su tobillo.
Ya no era tan joven como una vez lo fue. Como cuando anduvo todo un continente en aquella vieja Norton 500cc monocilíndrica del treinta y nueve a quien Alberto y él habían bautizado como “La Poderosa”. Su cabello asomaba tonos grises que sugerían a un hombre de mediana edad, pero agarrado de la vida aún. No había sido tarea fácil la vida en esa sierra de aquella isla en el oriente del Caribe y competir con el empuje de esos hermanos Ruz que parecían no tener punto de zozobra. Pero él tampoco era un mequetrefe. Se había demostrado a sí mismo miles de veces lo duro que era guapeando la vida a cada instante, muchas veces atormentado por esos demoniacos ataques de asma que se le habían enterrado en los pulmones desde muy chico.
Hoy estaba aquí, tirado en este piso de tierra sucia, con los brazos amarrados en la espalda. Atormentado con otra de esas inflamaciones bronquiales que lo habían acompañado toda una vida. Veía a su alrededor hombres vestidos como soldados que temblaban con solo sentir su presencia en esa choza. El hedor a sudor, mierda y vomito era casi insoportable. Aquellos seres casi inertes no pronunciaban palabra, solo sudaban y se estremecían en ese escenario. Cerró los ojos y comenzó a recordar buscando alivio en ese caótico día de primavera.
Parecía que habían pasado siglos desde aquellos viajes de la infancia a la hacienda de Caraguatay cuando aquel pequeño Teté corría junto a Celia y el chiquillo Roberto como dueños del mundo por esas planicies áridas donde la yerba mate crecía sin reparos. Aquellos momentos mágicos entre la Recoleta, Palermo y Alta Gracia. Luego Córdoba y Villa María. Los descubrimientos constantes de los escritos de Icaza y Asturias. El Calica Ferrer con su interminable complicidad y el Granado, entrañable compañero de Rugby, con el vino y sus libros y la maldita mala manía de constantemente llamarlo “El Fúser” por eso de acortarle lo de “El Furibundo Serna” gracias a las constantes palizas que le daba a su amigo en los juegos de los domingos por la tarde.
Ahora estaba aquí, capturado sin poder crear los uno, dos, tres, muchos Viet Nams Latinoamericanos. Acorralado como una bestia sin fuerzas para luchar una última batalla con esa herida de bala en la pierna izquierda que no dejaba de sangrar. A su derecha Willy estaba inconciente por la golpiza y al otro lado, los cadáveres de dos de los muchachos de su guerrilla. Su muerte había sido anunciada con bombos y platillos por la alta jerarquía del ejército boliviano. Pero, él seguía vivo.
No por mucho tiempo.
Este era sin duda el bien orquestado plan de la agencia central de inteligencia para finalmente asesinarlo.
El agente se dirigió al Sargento Terán y le ordenó ejecutar al barbudo.
-Del cuello hacia abajo-
Le indicó fríamente y sin mostrar ningún tipo de sentimiento.
El Sargento sintió que el mundo se le venía encima. Estuvo largo tiempo rondando por afuera del aula expurgándose las fuerzas de adentro para llevar a cabo la orden.
Finalmente entró a la cabaña y lo vio sentado en un banquillo.
Al verlo, el barbudo le dijo:
-Usted ha venido a matarme-
El Sargento bajó la cabeza en un tímido gesto de vergüenza, entonces el hombre volvió a increpar:
-¿Qué han dicho los demás?
El militar de rango contesto que nadie había dicho nada.
-¡Que clase de valientes!- Concluyó el guerrillero.
En ese preciso instante el sargento pudo ver al hombre como un gigante, enorme. Sus ojos brillaban intensamente en la penumbra del aula convertida en calabozo. El militar sintió perder el equilibrio. Un mareo.
El barbudo sabía que solo él podía darles valor a estos ínfimos y microscópicos hombrecillos que tenían la absurda tarea de aniquilarlo.
-Que bolas, ahora hasta tengo que ordenar mi propia ejecución-
Pensó.
-Póngase sereno y apunte bien…hoy va a matar a un hombre-
Fueron sus últimas palabras.
El sargento dio un paso atrás, hacia el umbral de la puerta, cerró los ojos y disparó una primera ráfaga. Luego una segunda. El Fúser calló desplomado al suelo en un charco de sangre oscura. Su propia sangre. Sus ojos quedaron abiertos y el brillo intenso de aquel hombre habría desaparecido para siempre.
Desde ese día el Sargento Terán nunca volvió a ser el mismo hombre de antes.
Del miedo y otros demonios criollos
Existe un ingrediente vital para gestar la receta de este coctel de polarización social en que vivimos: El miedo. Aquí se construye el día a día a base de la cantidad de miedos predeterminados. Le tememos a casi todo. Miedo al crimen y miedo a la justicia. Miedo a la recesión y miedo a la globalización. Miedo a la independencia y miedo a la estadidad. Miedo a la vida y miedo a la muerte. Miedo a callar y miedo a opinar. El mismo miedo que nos lleva a luchar guerras absurdas por países absurdos por razones aún más absurdas.
El miedo nos rige, nos gobierna, nos corroe. Dictamina cada una de nuestras decisiones. El miedo nos hace elegir “democráticamente” a políticos inescrupulosos que regirán nuestros destinos cada cuatrienio saqueando las arcas del país sin remordimiento alguno. El miedo evita que eduquemos efectivamente a nuestros hijos. El miedo nos hace seres inútiles. El miedo nos encierra dentro de religiones para no afrontar la realidad.
El miedo nos hace bajar la cabeza frente a las injusticias. Nos hace aceptar el abuso a los niños, a la mujer, a los extranjeros, a los homosexuales y a los liberales. Si le tememos lo destruimos, lo segregamos, lo aislamos.
Pero este miedo jamás es impuesto. No, al contrario. Es sutilmente introducido como comercial televisivo o filosofía de vida. Como ensayo periodístico o fe religiosa. Como reforma educativa o movimiento político. El miedo es sembrado en nosotros sin que nos demos cuenta, tal y como sembraron en nosotros el miedo a las armas de destrucción masiva, el miedo al cataclismo universal, al comunismo. Tenemos miedo a tener más miedo y tememos no saber qué hacer con este siempre creciente tumor de miedos infundados. El miedo nos exterminará como pueblo, como ciudadanos. Como seres humanos.
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