Marcos se detuvo en la entrada principal de la preparatoria donde cursaba el onceavo grado.
No sentía miedo.
De hecho, no sentía absolutamente nada.
Solo un pequeño e incesante cosquilleo en sus entrañas, muy parecido al que se asomaba dentro de sí cada vez que le echaba un vistazo a su vida. Simple y patética.
Se había convertido en un fantasma. Una de esas sombras inevitables que pululan por los pasillos de las escuelas y las cuales el mundo ha excluido de sus interminables fiestas bacanales.
No pensaba como ellos, no vestía como ellos, no hablaba como ellos. Todos lo miraban como si fuera un enorme y atónito elefante blanco.
Algo raro. Inexistente, inútil.
Había algo dentro de él que lo carcomía, algo que no lo dejaba existir. Una gran paradoja. Se sentía Vacío, incomprendido, inadaptado pero, a la vez, alimentaba la ilusión de ser superior a los demás. De tener la condena de ser un ente especial, extraordinario; con la misión omnipotente de cargar sobre sí todo el peso de la humanidad.
El era su salvador.
Alzó su vista y miró hacia ambos lados. No vio a nadie. Todos habían entrado ya a clases.
Del costado derecho de su gabardina negra sacó la escopeta con el mango serruchado. Una Rémington calibre doce punto setenta y seis con un diámetro de cañón de dieciocho pulgadas. Entró por la puerta metálica color gris de su salón de clases de la segunda hora: Matemáticas.
En un abrir y cerrar de ojos comenzó a disparar a ambos lados.
Nadie sobrevivió. Ni siquiera el elefante blanco.
1 comentario:
nice. no puedo parar de leerlo.
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